(Foto: www.quiquegonzalez.com)
Pasaban ocho minutos de las ocho y media de la noche, cuando Quique González aparecía tocando en su teclado los primeros acordes de Doble fila, una canción de su último disco (Avería y redención #7, 2007); acompañado de su banda, La Aristocracia del Barrio (Javier Pedreira, guitarra, Jacob Reguillón, bajo, y Karlos Arancegui, batería). El madrileño vestía los habituales vaqueros, un chaleco marrón y una camiseta floreada más propia del estílismo de Tom Petty o el malogrado Johnny Cash que de un crooner neoyorquino. El teclado, escondido bajo el morro de un viejo Ford, tenía todos los complementos necesarios de un salpicadero: la inevitable figura de Elvis y unos dados rojos que bien podían haber sido robados en Las Vegas. La mínima escenografía que acompañaba al grupo, unas velas rojas, un perchero y tres lámparas, hacía prever al numeroso público que había acudido a la cita con el músico madrileño que, precisamente, la música sería el único lazo de unión entre el escenario y la platea. Un sonido a medias entre la introspección propia del 'tímido' González y una ilusión guitarrera -ilusión, sobre todo, porque estos recintos tampoco acompañan, aunque su último disco invitaba a una avería distorsionada- que, de vez en cuando, sobresale en sus conciertos merced al virtuosismo intrínseco del guitarrista Pedreira.
Y así, a medias entre el sacrílego arte de robar la melancolía de sus canciones y la necesidad personal de demostrar que "aún tengo rock and roll", transcurrió una primera parte del concierto con dos partes muy diferenciadas: la acústica o el piano para las canciones de su último disco (La vida te lleva por caminos raros -escrita por Diego Vasallo-, La casa está vacía, Backliners, Hay partida -ésta, más guitarrera- o La cajita de música, entre otras) y una parte más eléctrica presidida por el citado Pedreira en la que sonaron viejos temas como Kid chocolate, Me agarraste o Pequeño rock and roll. Tras un stand-by muy usual en los conciertos de Quique González, que a veces parece ser una oración chamánica interminable o una letanía de mujeres reemplazadas por otras, la llegada de Lady drama (de su último disco) y la celebrada Miss camiseta mojada ponían fin a casi una hora y diez minutos de entremés intenso que hacía prever una aumento de la intensidad del concierto. Así fue.Llegó entonces un primer bis de media hora, con presencia incluida del teclista de Pereza en una canción compuesta por él y cantada por Quique González (Desde dentro), en el que la eléctrica destronó definitivamente a la acústica. La necesidad del baile derrotó a la desolación. El rockero al poeta. De haberlo sabido y Los desperfectos sirvieron, en ese momento, de excelentes prefacios para la llegada del himno, Salitre. Un buen punto y seguido.
Porque para dar por finalizadas las dos horas de redención, llegó el turno del segundo bis. Quince minutos de un cénit memorable, imperdonable e irreproducible. Leyva, de Pereza, saltó al escenario y cogió la guitarra para cerrar con su amigo Quique González un concierto que no podía tener mejor final: Avería y redención (canción compuesta a medias entre los dos), Hotel Los Ángeles (de su disco La Noche Americana) y una vibrante versión de Vidas Cruzadas (del mismo disco) que hizo que la gente que llenó el Buero Vallejo se levantara irremediablemente de sus asientos. Se despojara de sus vergüenzas. Se imaginara dentro de una película de Robert Altman. Eran ya las 22:29 horas y, definitivamente, Quique González se había convertido en el aristócrata del barrio, en el gurú de las experiencias pasadas. En el mesías de los sueños imposibles. En el hijo no reconocido de Bob Dylan. Simplemente, en Quique González.
Gracias por la crónica, podrías ejercer más a menudo y en otros sitios...
ResponderEliminarDe nada, edu, no se merecen. Ejerceré...¿en las puertas de los aseos públicos?
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