(Foto: 'mis'.)
No puedo estar más contento, ya que el talento y las ideas cada día hacen que este espacio, que no es mío, es de todos vosotros; sea más ameno, entretenido e ilusionante. Hoy regresa 'mis' a este espacio, con un relato sencillamente espectacular. A mí, personalmente, me ha encantado, hasta el punto de leérmelo dos veces seguidas e imaginarme dentro de él. Espero que a vosotros también os guste. Es un poco largo quizá para un blog, pero tenía que ponerlo Gracias, 'mis'. Por cierto, 'mis' me ha dicho que si este espacio sigue así, al final vamos a tener que sacar una revista entre todos. Ganas, talento e ilusión no van a faltar. Os dejo el relato de 'mis':
Un día de invierno
Un autobús. El número cincuenta. Ése que conduce desde la fría ciudad de Aquisgrán hasta una parte holandesa donde todo y todos están permitidos: Maastricht. Eran las seis de la tarde y el frío calaba los huesos queriendo penetrar en ellos de una manera imparable. Los gestos se hacen precisos; ya no soportan el frío. Una sonrisa es tan tirante que parece que las comisuras de los labios fueran a rasgarse y la nariz está tan plastificada que da sensación de postizo. La espera se hace interminable. Y mientras dos jóvenes se lanzan bolas de espesa nieve que ha quedado en los bancos de piedra, pienso en qué será de toda esa gente que espera al número cincuenta. Qué les deparará en Maastricht. Una joven de unos veinticinco años con rizos caprichosos color ceniza y ojos saltones que miran a la nada se asegura de la hora de llegada en las hojas congeladas que cuelgan de la marquesina. Tienen el mismo frío que nosotros. Las esquinas de papel están ligeramente arrugadas, como estremecidas por el frío y su color empieza a ser delicadamente azulado. La joven no articula movimientos continuos. Sus gestos son forzados y la escasa armonía de sus facciones confiere a la situación cierto dramatismo. Un anciano la mira. Tiene algo de entrañable, sin embargo parece que haya dejado a su mujer blanca y huesuda mirando por la ventana al vacío invernal y haya decidido viajar para evadirse de un mundo que se arrepiente haber conocido. Lleva una gabardina de color gris mal abrochada y ensuciada, y la tela es tan lacia que parece que haya perdido vida con el paso del tiempo. Una china habla indescifrablemente por el móvil. Lleva un moño alzado y despeinado y un abrigo de felpa amarillo. Es tan pequeña que su equipaje parece tremendamente pesado. Lleva además dos perchas de las que cuelgan vestidos de seda de estilo milenario de colores verdes y nacarados protegidos por un plástico sucio y agujereado. Cuando ya dejo de sentir el frío aparece a lo lejos el número cincuenta. Va tan lento como una mula y parece como si tosiera humo a cada instante. Por fin nos montamos. Somos tres jóvenes que no sabemos apenas por qué el mundo ha querido que estemos ahí en ese momento. El pasillo del vehículo es exageradamente estrecho y los asientos huelen rancios. En cuatro sitios enfrentados vemos que hay hueco. Cabemos los tres porque el restante está ocupado por el viejo de la gabardina. Se la desabrocha. Le supone un tremendo esfuerzo porque es bastante anciano y su barriga no le deja fácilmente articular movimientos con las manos. Cuando lo consigue, me sorprende ver que va trajeado y aseado. Una camisa de cuellos estrechos y puños blancos bajo un jersey gris piedra de lana muy fina y con cuello en pico, lo que deja ver la blancura de la camisa cuidadosamente abrochada. Encima lleva la chaqueta del traje. A juego con los pantalones. De un estilo confuso y acertado. Cuando llevamos un rato hablando español, nos sorprende preguntando con una voz estudiada y dulce:
- ¿Sois de España, no? -Lo dice con un acento distinto, no parece alemán.
- Si, contestamos nosotros. Somos de Madrid, estamos estudiando en Colonia y venimos a visitar Maastricht.
- Yo soy de Holanda. Aunque más que un país, sea una dificultad. –Y sonríe. Nosotros reímos con él. Es un hombre puramente entrañable. Tiene los ojos azules y acuosos, los dedos de su mano son rechonchos y articulan los movimientos con una tranquilidad y un estilo supremos. No tiene mucho pelo, pero es un hombre bastante ario.
- ¡Mirad!- Exclama.- Este pueblo de la derecha es el más alto de Holanda. Está a seis coma cinco kilómetros por encima del nivel del mar del Norte y se llama -(pronuncia una palabra muy complicada, creemos que en holandés)-, que en español es Villa. –Nosotros miramos expectantes. Es un pueblo sin sentido, oscuro y triste que apenas sobrepasamos en diez segundos. Pero la aclaración nos parece sorprendente.
- Y aquí, a la derecha, hay un castillo precioso del siglo once, que era de un noble muy rico. –Los tres giramos la cabeza hacia el otro lado del autobús. La noche es tan cerrada, que apenas se ve el castillo.
- Y aquí hay muchas… Esperad, no recuerdo la palabra en español. –Piensa un rato y al momento nos la dice en inglés y en francés para ver si la conocemos. Nos parece sorprendente que sepa tantos idiomas, sin embargo no logramos entenderle. -¡Esperad! –exclama- Y saca del bolsillo interior de su chaqueta gris un aparato que se aleja de nuestras posibilidades. Escribe con cuidado. Es sorprendente ver cómo un anciano maneja tanto la tecnología. – sienaga- nos dice. Nosotros aún así no le entendemos, pero nos sonríe. Aprieta un botón de la maquinita, se la acerca al oído y se escucha alto: -Ciénaga-. El anciano se ríe. Y repite creyendo que no lo hemos oído: -Ciénaga, una circulación de agua en dos estaciones inversas.- Todos miramos asombrosos. El anciano es una caja de sorpresas.
- Estudié turismo y me dedico a pasear japoneses. – La verdad es que sus comentarios nos parecen de un humor impresionante.- Aunque cuando los alemanes comenzaron a viajar a Japón y a aprender la lengua, ignoraban que existen dos lenguajes diferentes dependiendo de si eres hombre o mujer, y estudiaron el lenguaje de las mujeres. Cuando llegaron allí, ¡todos se reían de ellos!- Río, y nosotros reímos con él. Estábamos ensimismados.- También conocí a un hombre holandés que trabajó en un burdel y cuando le escuché hablar japonés no pude contener la risa al oírle hablar como una mujer, y es que ¡Había aprendido el lenguaje de las prostitutas japonesas!
Uno de nosotros preguntó corriendo:
-¿Sabe usted japonés?
- Si. –Fue el sí más humilde que había escuchado jamás.
Y tras un buen rato de preguntas interesándonos por él, por su sabiduría, descubrimos que hablaba también ruso y alemán y un dialecto de Indonesia. Era un hombre cultísimo, un hombre del mundo, un hombre que hablaba y escuchaba, aunque a veces parecía ignorar nuestras preguntas pero era porque su oído estaba bastante debilitado. Cogió una bolsa de plástico que tenía entre sus pies y nos dijo sonriendo:
-Tengo sed.
Saco un tetrabrick de zumo y lo abrió con mucho cuidado, intentando no derramar nada. Bebió un trago y después otro y un movimiento brusco del autobús hizo que un poco de zumo se derramara por su jersey gris piedra. Pero él volvió a reír.
- Me encanta la cultura española, la paella, el sol, el jerez. Nosotros en Holanda hacemos un cocido madrileño a la holandesa, pero le echamos polo. –Hablaba muy lento y de una manera muy estudiada. Entendimos que polo era pollo, y esa expresión nos pareció de nuevo entrañable.
- ¡Mirad!-, como si nada, sacó de un bolsito a modo bandolera una cámara. Era una cámara carísima, con una pantalla y muchos botones. Él los manejaba con cuidado, con sus dedos hinchados. Nos mostró una foto. Se veía un insecto rojizo con motas más oscuras. Estaba posado en una rama.
- ¿No es maravilloso?- preguntó sonriendo.
Sí lo era. Lo era todo en general. La situación. Aquel anciano, su sabiduría, su amor a las lenguas, la ilusión con la que buscaba las palabras en su traductor, y la alegría con la que nos enseñaba el insecto que con el zoom de su cámara había fotografiado. Me pareció una situación para escribirla, nada más.
- Yo vivía cerca de ese pueblo. –Siguió contando señalando por la ventanilla- Y veíamos muchas luces rosadas en el cielo. –Pensé que era una imagen preciosa. Hasta que continuó- Eran las bombas que tiraban en Aaken. (refiriéndose, quizá en holandés a Aachen). Durante la Segunda Guerra Mundial la bombardearon setenta y cinco veces. Lo veíamos desde el cielo. Entonces Holanda, gracias a Dios, se mantuvo neutral en la guerra.- Nos quedamos callados. Fue una imagen plástica que hizo ponerme los pelos de punta.
Pero él siguió felizmente hablando. Nos contaba lo que opinaba del comunismo de Rusia y lo difícil que era la pronunciación del lenguaje y sus aventuras cuando vivió allí cuatro años. Veía el mundo desde otros ojos. No entendí que con setenta y ocho años aún saliera solo a la calle con el frío y la nieve a ver una triste ciudad alemana, que siguiera trabajando con toda esa ilusión que desprendía, que llevara aparatos electrónicos de tanto valor. Me produjo una sensación nueva hasta entonces, como ganas de abrigarle más y de que tuviese cuidado. Fue casi como lo que me produce esa maravillosa persona en el mundo, que es mi abuelo.
Una cosa curiosa que observé durante este viaje en el número cincuenta, fue a una joven holandesa sentada al lado de nuestros asientos, de aspecto descuidado. Miraba al anciano mientras éste nos hablaba y levantaba las cejas girando de un lado a otro la cabeza como si pensara que el anciano estuviera loco. Reproducía gestos de desprecio, casi como si la estuviese molestando. Entonces vi claramente dos situaciones tan diferentes, que me pareció precioso. Lo que hace el lenguaje… aunque sin duda esto pasa a veces incluso hablando el mismo idioma… Yo estaba feliz, había aprendido un montón de cosas y observaba muchas veces al anciano, su mirada y sus gestos cuidados, no perdí detalle. Me parecía digno de mirar. Y recordé que yo antes en la parada había pensado también diferente sobre él.
Cuando no nos dimos cuenta y sin quererlo habíamos llegado a nuestro destino. Todo fue muy rápido. Él no bajaba en nuestra parada. Las puertas del autobús ya estaban abiertas y nos levantamos. Lo único que finalmente pasó fue que nos tendió en un gesto amable su mano trabajada por el paso del tiempo y de dedos rechonchos y dijo despacio:
- Encantado de haberos conocido.
Cuando volví a mirar el autobús había desaparecido. Nunca supe como se llamaba y si ahora le esperaba en casa su mujer. No supe cosas que piensa de la vida y que me hubiera encantado haber oído. No le pregunté qué es la felicidad o si creía en Dios. Ni si tenía miedo a la muerte, o si creía en el destino. Si había amado, si había sufrido. Qué libros le gustaban o si solía escribir. Sin embargo aprendí algo que nunca había sentido. No eran las cifras, ni los datos, ni el nombre de ciudades. Entendí un poco más el secreto de la vida, encontré en una situación tan normal como aquella verdadero romanticismo y supe que tenía un nuevo amigo. Un amigo al que jamás volvería a ver, que no me recordaría porque veía con dificultad y tenía problemas de oído. Una amistad diferente, fortuita, a simple vista sin sentido. Pero, ¿quién dijo qué era amistad? Llegué al barco de Maastricht, congelada de frío y cuando inhalé la primera calada, pensé en mi nuevo amigo y en que tenía que escribir al mundo sobre él.
mis.
PD: Sobre la foto: Cuando los copos de nieve se confunden con la noche.
PD2: De 'mis': "Entendí un poco más el secreto de la vida".